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María de Jesús, una palavecinense que vivirá entre retazos de tela


A los 90 años esta hacedora de muñecas de trapo de Agua Viva, recordaba con anhelo aquel momento cuando aprendió el arte de la costura de manos de su madre, con una máquina de coser marca “Nueva Nacional”, de manigueta.


Apenas era era una niña de ocho años de edad. Las elaboraba con los retazos de tela que quedaban de los encargos de su progenitora para venderlas en Cabudare y Barquisimeto.


En ese entonces aún no había llegado la luz eléctrica, ni las calles de asfalto a la pequeña comunidad de Agua Viva. Era necesario ir al río a buscar agua en “chirguas” para el consumo y leña en burro para cocinar, pero ya la niña María de Jesús Escalona González, ayudaba a su madre con las costuras que le encargaban los vecinos.


Era la mayor de cinco hermanos y aprendió rápidamente todo lo relacionado con las faenas del hogar.


Nació el 1° de julio de 1916, en una modesta casita de bahareque con techo de “tamo” (espiga de la caña de azúcar), en la localidad de Las Cuibitas, vía cerro Terepaima.


La cotidianidad en La Agua Viva

Fue criada con leche de cabra, porque tenían un corral con unos cincuenta animales, además de puercos y gallinas. También sembraban caraotas, quinchonchos, yuca, maíz y tomates, para el consumo propio y para la venta.


Vivían de lo que producían en la vega aledaña al hogar y del trabajo de su padre, el señor José Escalona, que laboraba en el bosque de La Agua Viva como palero (limpiador de bucos).


A veces vendían un chivo por 10 bolívares, dependiendo de su tamaño. El trozo de queso costaba real y medio, la botella de leche un real y por el mismo precio se expendían cinco huevos.


Describe María de Jesús, con nostálgica expresión, que cuando comenzó a construirse la vía a Río Claro, ella y su madre, antes de despuntar el alba, ya estaban en camino, con los burros cargados de ollas con caraotas y arepas de maíz para vender a los obreros.


“Mis hermanas Josefina, Adelaida y yo, éramos las encargadas de pilar el maíz para las arepas y nos levantábamos a las cuatro de la madrugada. Mis otros hermanos trillaban el café en una piedra, para luego tostarlo en el fogoncito de la casa, ya que todavía no existían cocinas a kerosén. Mi mamá hacía las caraotas para vender”, comenta sumida en sus recuerdos.


Lavaban la ropa en el río de “La Montaña”, con conchas de parapara, porque aún no se inventaba el jabón.


Se iban en la mañana, bien temprano, acompañadas de sus hermanos, que tenían la ardua tarea diaria de recolectar la leña y cazar algunos conejos o cachicamos, y cuando la suerte les acompañaba, algún venado.


Una tradición que pervive

María de Jesús también aprendió el arte de la dulcería criolla, ayudando a su madre en la elaboración de conservas de coco, alfajores, buñuelos, gofios, dulce de leche, lechosa con papelón y pan de horno, que eran vendidos en las festividades religiosas y procesiones que se hacían en Cabudare o para el expendio en las pulperías de Augusto Casamayor y Lucio Peraza.


“Recuerdo que comprábamos el saquito de azúcar de 10 kilos a ocho bolívares, de la producción del trapiche de los hermanos Yépez Gil, para hacer los dulces”.


Explica que cuando el gobierno tiránico del dictador Juan Vicente Gómez, Agua Viva era un pueblo desamparado, sumido en el letargo, que contaba con pocas calles y las que había, eran de tierra.


“No había ni escuelas por aquí. Nosotros aprendimos a medio leer y escribir con el favor del padre José Eleano Mendoza, que venía de vez en cuando, y nos ponía a escribir”, asienta María de Jesús con vehemente entusiasmo – y agrega –, “hoy en día hay muchas cosas para aprender y los muchachos son muy vivos”.


La vida era dura para ese entonces y el rostro surcado de arrugas de esta incansable mujer, de cabellos blancos, testigo del tiempo, así lo demuestra.


María de Jesús continuó por muchos lustros haciendo dulces, no con la constancia y abnegación de tiempos remotos, pero sí con el mismo cariño.


Con retacitos de tela

Rememora con abrumadora lucidez cuando otrora su madre le explicaba las técnicas y tipos de costuras que debía aplicar, como cortar las telas, cocer las orillas y bordar, así como poner un botón y hasta pegar un cierre. Desde entonces, sus manos no se apartaron de ese arte mágico.


“Yo hacía las muñecas de trapo con retacitos de tela que le sobraban a mi mamá, muchas veces a mano y otras con una máquina de cadeneta. La alegría más grande fue cuando me compré mi propia máquina de cocer, que me costó ochenta bolívares”.


A los diez años es cuando María de Jesús toma en serio este noble oficio y precisa que se iba a pie desde Agua Viva hasta Barquisimeto, por el camino de El Manzano o por la hacienda El Molino, propiedad de don Daniel Yépez Gil, atravesando el caudaloso río, por la vía de Zamurobano, que llegaba hasta la plaza Macario Yépez, para comerciar sus muñecas en los mercados San Juan, Altagracia y El Manteco.


María de Jesús comerciaba cada muñeca en una locha, las más pequeñas, y las grandes a real o real y medio, y con las ganancias que obtenía, compraba comida y algunos retazos de telas para seguir con la producción.


Le imprimía humanidad a las muñecas

Narra la hacedora de muñecas de Agua Viva, que no existían patrones para hacer los vestidos ni medidas específicas, sólo la creatividad y las ganas de confeccionar cada una con gestos propios, que reflejaran verdaderos y humanos sentimientos.


“La primera muñeca que hice medía un metro y la confeccioné a mano, sin máquina. Recuerdo que me quedé muchas noches, hasta tarde, alumbrando con una vela”.


Manifiesta con verdadera exaltación que escogía primero el color del vestido, que debía ser muy vivo y colorido, luego de armarlo y cocerlo, primero a mano y luego con máquina, se procedía a darle forma.


Al preguntarle cómo seleccionaba las formas y colores que debían tener sus creaciones, hace una extensa pausa y con desconsuelo revela, que por lo general siempre hacía muñecas de tamaños diferentes, con cabelleras negras o castañas y muchas rubias, con crinejas o de cabello liso. Algunas con sombreros o pañoletas, pero siempre tenía como norma sentimental colocarles un nombre “y cuando me gustaba mucho alguna, le ponía el nombre de mi mamá: Flor de María”.


Los ojos de las muñecas se elaboraban con hilo negro, verde o azul, dependiendo del matiz de su figura y la fisonomía que le deseaba dar. Los brazos y las piernas se hacían por separado, dándole forma a los dedos con el hilo. Luego se cocían al cuerpecito.


El relleno era de retazos bien picados, porque el algodón era muy costoso y sólo se usaba para dar la forma al rostro. La boca se perfilaba con puntadas de hilo rojo, para proporcionarle mayor esplendor y belleza. Unas eran menos rellenas que otras y comúnmente eran delgadas.


Para María de Jesús las muñecas representan un tesoro invaluable y para quien las elabora llega a formar parte de sí.


“Una muñeca para mí es como una hija. Dedicaba mucho tiempo a confeccionarlas, porque le entregaba el alma y el corazón, será por eso que después no las quería vender y siempre, cuando me separaba de ellas, me embargaba la melancolía”.


Cupido pasó por Agua Viva

Miguel Torrealba y sus padres llegaron a la comunidad de Agua Viva, procedentes de Curarigua, en busca de mejores oportunidades.


Miguel era un hombre de retos y a pesar de la juventud que le acompañaba no escatimó esfuerzos para ganarse el corazón de María de Jesús.


La conoció en el ir y venir de las faenas del campo, espacios naturales que testificarían muchos encuentros furtivos. Poco tiempo pasó para que Miguel declarase su amor a María de Jesús frente al altar.


Se mudaron de Las Cuibitas a una casa grande que Miguel construyó en 1934, cerca de la hacienda Agua Viva, donde vivió María de Jesús entre retazos de tela y con la vista cansada, abrigando la sencilla esperanza de continuar haciendo sus muñecas de trapo.


María de Jesús ya no está en este mundo terrenal, pero habita en nuestros corazones y en la memoria de quienes llegamos a adorar su mirada y su amistad.


Patrimonio vivo

María de Jesús Escalona González fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación, en el área de la tradición oral, de acuerdo a la clasificación y categoría establecida por el Instituto de Patrimonio Cultural.


Gracias al escarpado trabajo realizado por José Luis Sotillo, cronista parroquial de Agua Viva en conjunto con el IPC para otorgarle el sitial de honor, no sólo a esta singular mujer, sino a tantos otros admirables personajes que permanecen en el insensible anonimato.


Con esta postulación se le reconoció la larga y fructífera labor a esta virtuosa muñequera de trapo, olvidada por las autoridades locales, pero siempre recordada por muchos.


En Twitter: @LuisPerozoPadua

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